Ya he hablado en más de una
ocasión, con anterioridad, sobre la necesidad que hay de
contemplar la cultura básicamente como un acto de
represión de los instintos primarios para evitar los
efectos destructivos. Por ello se crea un nuevo
marco de libertad, el marcado por las leyes (la
‘jaula de la libertad’) que impiden que,
dentro del grupo, cualquiera pueda seguir sus pulsiones
de provocar la muerte a los demás (sólo el grupo
puede decidirlo en caso de necesidad mayor), pues la
muerte ha de ser conjurada. La muerte es la puerta de
salida de la vida individual como la puerta de entrada
es el nacimiento. Las pulsiones sexuales también causan
desasosiego y pueden llevar a enfrentamientos dentro del
grupo si se deja a los individuos que procuren
satisfacerlas libremente. Por ello la institución
más antigua conocida en los grupos humanos es la del
matrimonio, que regula el reparto de los machos
entre las hembras (o viceversa, con más frecuencia). La
naturaleza queda así reprimida.
Esta represión se entiende desde
el principio que es contraria al orden impuesto en la
naturaleza
por los seres divinos sobre-naturales que
–teóricamente al menos- establecieron
unas reglas desde su perspectiva sobre-natural. Como
esos seres divinos que tienen más ser, más gracia,
pueden sentirse ofendidos por la actuación de ese mono
que es capaz de comer el fruto del árbol de “conocer el
bien y el mal, del que habla el ‘Génesis’, o
sea de conocer y por consiguiente ser capaz de actuar
sobre la naturaleza haciéndoles la competencia, hubo
que realizar una serie de rituales que hicieran saber a
los dioses que no había ninguna mala intención en
los actos de alteración del orden establecido. Las
ceremonias de orgías (de ‘orgás’, tierra
fecunda → ‘orgiasmós’ u
orgasmo, paroxismo de la celebración) por un lado (la
del sexo reproductor) y las de los sacrificios
(que recuperan la muerte) volvían así a
establecer el vínculo con el mundo de lo divino, que
la cultura amenazaba. Se establecía así, a través del
acto de ‘religare’ (Lactancio,
Institutiones Divinas, 4), la ‘pax
deorum’ (paz de los dioses) que preocupaba sobre
todo a los antiguos romanos. Que la represión superior
del masculino mundo guerrero –el de la fuerza física-
llevara a una persecución bastante general del femenino
mundo brujeril –el de la mayor fuerza mental- es ya otro
tema, que quizá haya dificultado la comprensión general
al mezclarse con el plano general antes señalado.
La fiesta es pues la
recuperación de la alegría-dolor de la vida en el marco
de la Naturaleza, como bien lo supo ver G.
Bataille (‘El erotismo’, Barcelona, 1997
[1957]) cuando ofrece la idea de ‘sacrificio’ como la
recuperación por el ser humano de la muerte como algo
que gusta a los dioses, o sea algo que está puesto
por ellos en el orden natural de las cosas y que el
hombre trata de prohibir en su marco de convivencia
por el terror que le causa el conocimiento de que le ha
de afectar necesariamente (S. Freud, El Malestar en
la Cultura, Madrid, 1981
[1930]).
En un marco culturizado, la
religión, que tiende a apropiarse de la
fiesta, intenta a través de hombres dotados de
sacralidad (sacer-dote), o sea considerados por sus
contemporáneos como más llenos de ser que los simples
humanos corrientes, encajar estos sentimientos
salvajes en el marco de la cultura. Se ofrecen para
guiar a la multitud (la fiesta a de
ser siempre colectiva, como el comer –cum-edere,
ingerir en compañía- o el simposiar -beber en compañía-,
para evitar las exaltaciones excesivas, esa la
que los griegos denominaban hybris
o desmesura (la borrachera -o
ivresse en francés-, para los romanos ebrietas
-ebriedad en castellano-), que al poner a los
hombres en un plano de comunicación universal, propio de
las divinidades, podrían provocar la envidia de estas y
destruir a las comunidades que les permitían tal
comportamiento (tragedia). No por casualidad
bebían el vino, que ponían en camino del “coloque”
divino, atemperado con agua, como sigue haciéndose
en el catolicismo. Borrachera-orgasmo y
banquete-sacrificio tendieron así cada vez más a ser
regulados y reprimidos (piénsese en la misa o
mensa de los primitivos cristianos, cómo fue
derivando hacia formas cada vez más ritualizadas y
secas) en beneficio del poder de los sacerdotes,
normalmente en asociación-tensión con los guerreros
o andres politikoi.
Por otro lado, parece seguro,
eso sí, que fue la aludida represión cultural la que
llevó al hombre a ser capaz de leer y escribir,
permitiéndonos abstraer y situarnos en el tiempo,
generando tanto la esperanza como la ciencia, y por ende
vivir apartados de la muerte individual cada vez en
mayor medida, al potenciar nuestra capacidad
predatoria. Fue la cultura, paradójicamente, la que
inventó el negocio del ocio, o sea la fiesta
organizada.
Porque el espíritu de la
fiesta, por muy rodeada de religiosidad oficial que ésta
se presentara, siempre tendió a escaparse del control
represor de las autoridades, civiles o religiosas.
La asociación que tradicionalmente se viene haciendo de
romerías-ramerías no es para ser
considerada a humo de pajas, por
mucha represión, más o menos teórica, que haya por
medio. Así por ejemplo, la
fiesta del Rocío, mezcla veneración de lo universal
con la diversión que conduce a la fusión mística a que
nos inclina nuestra mente emocional. No debe ser de la
menor importancia que su importancia haya crecido a
medida que ha ido decreciendo la de la Iglesia oficial,
con la que no obstante sigue manteniendo relación a
través de los símbolos comunes. Pero su organización no
depende de esa Iglesia que contempla con cierta
desconfianza el polvo del camino, sino del elemento
popular –seglar- que forma asociaciones con tal fin, sin
dependencia directa de las autoridades, ni políticas ni
religiosas.
¡Gora San Fermín!